El treintista Ángel Pestaña |
Manifiesto de los Treinta' La declaración de principios del treintismo o posibilismo
El treintismo fue una corriente ideológica y sobre
todo movimiento que se dio dentro de un sector reformista de la organización
anarcosindicalista CNT, que defendía una fase de preparación unos años antes
del inicio de la revolución social, además de una cierta desmitificación del
"mito revolucionario" y que pugnaba con otra tendencia más radical
del sindicato representada por el sector faísta.
De esta corriente han surgido reiteradas propuestas
de participación en los mecanismos del Estado, así por ejemplo en 1938 el
secretario general de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), Horacio M.
Prieto, propuso que la Federación Anarquista Ibérica se convirtiera en el
Partido Socialista Libertario y participara en la socialdemocracia; también en
el pleno de la CNT celebrado en julio de 1945 en Carabaña, Madrid, su
secretario en funciones, José Leiva, propuso la creación de un Partido
Libertario. En el llamado "Manifiesto de los diecisiete", del 23 de
marzo de 1948, Miguel García Vivancos y otros miembros destacados del exilio
libertario español, como Gregorio Jover proponían la creación del Partido
Obrero del Trabajo, representación parlamentaria de la CNT. Ninguna de estas
propuestas saldrá adelante. En esta línea se situaría el Partido Sindicalista
de Ángel Pestaña de 1934 y el Partido Laborista de 1945-1947, vinculado a ex
miembros de la CNT.
El treintismo recibe su nombre de un documento
llamado Manifiesto de los Treinta. Llamados a veces posibilistas, moderados o
reformistas.
Manifiesto de los Treinta
A LOS CAMARADAS, A LOS SINDICATOS, A TODOS.
Un superficial análisis de la situación por que
atraviesa nuestro país nos llevará a declarar que España se halla en un momento
de intensa propensión revolucionaria, del que van a derivarse profundas
perturbaciones colectivas. No cabe lugar la trascendencia del momento ni los
peligros de este periodo revolucionario, porque quiérase o no, la fuerza misma
de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la
perturbación. El advenimiento de la República ha abierto un paréntesis en la
Historia normal de nuestro país. Derrocada la Monarquía; expulsado el rey de su
turno; proclamada la República por el concierto tácito de grupos, partidos,
organizaciones e individuos que habían sufrido las acometidas de la Dictadura y
del periodo represivo de Martínez Anido y de Arlegui, fácil será comprender que
toda esta serie de acontecimientos habían de llevarnos a una situación nueva, a
un estado de cosas distinto a lo que había sido hasta entonces la vida nacional
durante los últimos cincuenta años, desde la Restauración acá. Pero si los
hechos citados fueron el aglutinante que nos condujo a destruir una situación
política y a tratar de inaugurar un periodo distinto al pasado, los hechos
acaecidos después han venido a demostrar nuestro aserto de que España vive un
momento verdaderamente revolucionario. Facilitada la huida del rey y la
repatriación de toda la chusma dorada y de "sangre azul", una enorme
exportación de capitales se ha operado y se ha empobrecido al país más aún de
lo que estaba. A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros y
caballeros del cupón y del papel del estado siguió una especulación vergonzosa
y descarada, que ha dado lugar a una formidable depreciación de la peseta y una
desvalorización de la riqueza del país en un cincuenta por ciento.
A este ataque a los intereses económicos para
producir el hambre y la miseria de la mayoría de los españoles siguió la
conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los asotanados,
de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a
Dios y otra al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo
un pueblo al que se humilla es lo que se pone por encima de todo. Las
consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una
profunda e intensa paralización de los créditos públicos, y por tanto, un
colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá
jamas se había conocido en nuestro país. Talleres que cierran, fábricas que
despiden a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan;
disminución de pedidos en el comercio, falta de salida de los productos
naturales; obreros que pasan semanas y semanas sin colocación; infinidad de
industrias limitadas a dos o tres y muy pocas a cuatro días de trabajo. Los
obreros que logran la semana entera de trabajo, que pueden acudir a la fábrica
o al taller seis días, no exceden del treinta por ciento. El empobrecimiento
del país es ya un hecho consumado y aceptado. Al lado de todas estas
desventuras que el pueblo sufre, se nota la lenidad, el proceder excesivamente
legalista del gobierno. Salidos todos los ministros de la revolución, la han
negado apegándose a la legalidad como el molusco a la roca, y no dan muestras
de energía sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. En nombre
de la República, para defenderla, según ellos, se utiliza todo el aparato de
represión del Estado y se derrama la sangre de los trabajadores cada día. Ya no
es en esta o la otra población, es en todas donde el seco detonar de los
máuseros ha segado vidas jóvenes y lozanas. Mientras tanto, el gobierno nada ha
hecho ni nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes
terratenientes, verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un
céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido
ningún monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran
con el hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación
contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir
injusticias, de evitar latrocinios tan infames como indignos. ¿Cómo
extrañarnos, pues, de lo ocurrido? Por un lado altivez, especulación,
zancadillas con la cosa pública, con los valores colectivos, con lo que
pertenece al común, con los valores sociales. Por otro lado lenidad, tolerancia
con los opresores, con los explotadores, con los victimarios del pueblo,
mientras a éste se le encarcela y persigue, se le amenaza y extermina.
Y, como digno remate a esto, abajo el pueblo
sufriendo, vegetando, pasando hambre y miseria, viendo como le escamotean la
revolución que él ha hecho. En los cargos públicos, en los destinos judiciales,
allí donde puede traicionarse la revolución, siguen aferrados los que llegaron
por favor oficial del rey o por la influencia de los ministros. Esta situación
después de haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha
dejado de hacerse deviene inevitable y necesaria. Todos lo reconocemos así. Los
ministros, reconociendo la quiebra del régimen económico; la prensa,
constatando la insatisfacción del pueblo, y éste revelándose contra los
atropellos de que es víctima. Todo, pues, viene a confirmar la inminencia de
determinaciones que el país había de tomar para, salvando la revolución,
salvarse.
UNA INTERPRETACIÓN
Siendo la situación de honda tragedia colectiva;
queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata, y no habiendo más
que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla? La historia nos dice que
las revoluciones las han hecho siempre las minorías audaces que han impulsado
al pueblo contra los poderes constituidos. ¿Basta que estas minorías quieran,
que se lo propongan, para que en una situación semejante la destrucción del
régimen imperante y de las fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho?
Veamos. Estas minorías, provistas de algunos elementos agresivos, en un buen
día, o aprovechando una sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se
enfrentan con ella y provocan el hecho violento que puede conducirnos a la
revolución. Una preparación rudimentaria, unos cuantos elementos de choque para
comenzar, y ya es suficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos
cuantos individuos y a la problemática intervención de las multitudes que les
secundarán cuando estén en la calle.
No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni
pensar más que en lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado.
Pensar que éste tiene elementos de defensa formidables, que es difícil
destruirle mientras que sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo,
su economía, su justicia, su crédito moral y económico no estén quebrantados
por los latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus
dirigentes y por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras
que esto no ocurra debe destruirse el Estado, es perder el tiempo, olvidar la
historia y desconocer la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está
olvidando actualmente. Y por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral
revolucionaria. Todo se confía al azar, todo se espera de lo imprevisto, se
cree en los milagros de la santa revolución, como si la revolución fuera alguna
panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar el hombre con el
sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente. Este concepto de la
revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante docenas de años
por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces
asaltar el poder, tiene aunque parezca paradójico, defensores en nuestros
medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse
cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que
nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se
triunfase, al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar
nosotros, a tomar el poder para gobernar como si fuéramos un partido político cualquiera.
¿Podemos, debemos sumarnos nosotros, puede y debe sumarse la Confederación
Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de la revolución, del hecho,
del gesto revolucionario?
NUESTRA INTERPRETACIÓN.
Frente a este concepto simplista, clásico y un
tanto películero, de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo
republicano, con disfraz, de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro,
el verdadero, el único de sentido práctico y comprensivo, el que puede
llevarnos, el que nos llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro
objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de
elementos agresivos, de combate, sino que se han de tener éstos y además
elementos morales, que hoy son los más difíciles de vencer. No fía la
revolución exclusivamente a la audacia de minorías más o menos audaces, sino
que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase
trabajadora caminando hacia su liberación definitiva, de los sindicatos y de la
Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento preciso a la
revolución. No cree que la revolución sea únicamente orden, método; esto ha de
entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma, pero dejando también
lugar suficiente para la iniciativa individual, para el gesto y el hecho que
corresponde al individuo. Frente al concepto caótico e incoherente de la
revolución que tienen los primeros, se alza el ordenado, previsor y coherente
de los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es
en realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que
se medite se notarán las ventajas de uno u otro procedimiento. Que cada uno
decida cuál de las dos interpretaciones adopta.
PALABRAS FINALES.
Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos
escrito y firmado lo que antecede por placer, por el caprichoso deseo de que
nuestros nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y
que es doctrinal. Nuestra actitud está fijada, hemos adoptado una posición que
apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación y que se refleja en la
segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del
mito de la revolución. Queremos que el Capitalismo y el Estado, sea rojo,
blanco o negro, desaparezca; pero no para suplantarlo por otro, sino para que
hecha la revolución económica por la clase obrera pueda ésta impedir la
reinstauración de todo poder, fuera cual fuere su color. Queremos una
revolución nacida de un hondo sentir del pueblo, como la que hoy se está
forjando, y no una revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos
cuantos individuos, que si a ella llegaran, llámase como quieran, fatalmente se
convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo. Pero esto lo
queremos y lo deseamos nosotros. ¿Lo quiere también así la mayoría de los
militantes de la Organización? He aquí lo que interesa dilucidar, lo que hay
que poner en claro cuanto antes. La Confederación es una organización
revolucionaria, no una organización que cultive la algarada, el motín, que
tenga el culto de la violencia por la violencia, de la revolución por la
revolución. Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los
militantes todos, y les recordamos que la hora es grave, y señalamos la
responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su omisión. Si
hoy, mañana, pasado, cuando sea, se les invita a un movimiento revolucionario,
no olviden que ellos se deben a la Confederación Nacional del Trabajo, a una
organización que tiene el derecho de controlarse a sí misma, de vigilar sus
propios movimientos, de actuar por propia iniciativa y de determinarse por
propia voluntad. Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios
derroteros, debe decir cómo, cuándo y en qué circunstancias ha de obrar; que
tiene personalidad y medios propios para hacer lo que deba hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este
momento excepcional que todos vivimos. No olviden que así como el hecho
revolucionario puede conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de
caer con dignidad, todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción
y al triunfo de las demagogias. Ahora que cada cual adopte la posición que
mejor entienda. La nuestra ya la conocéis. Y firmes en este propósito la
mantendremos en todo momento y lugar, aunque por mantenerla seamos arrollados
por la corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931.
Juan López, Agustín Gibanel, Ricardo Fornells, José
Girona, Daniel Navarro, Jesús Rodríguez, Antonio Valladriga, Ángel Pestaña,
Miguel Portoles, Joaquín Roura, Joaquín Lorente, Progreso Alfarache, Antonio
Peñarroya, Camilo Piñón, Joaquín Cortés, Isidoro Gabín, Pedro Massoni, Francisco
Arín, José Cristiá, Juan Dinarés, Roldán Cortada, Sebastián Clará, Juan Peiró,
Ramón Viñas, Federico Uleda, Pedro Cané, Mariano Prat, Espartaco Puig, Narciso
Marcó, Jenaro Minguet.
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